El trabajo realizado por Miguel Marina (Madrid, 1989) durante este último año se podría leer como una suerte de cartografía personal de su experiencia vital en Italia. Casi a modo de diario, nos permite acompañarlo a través de sus pinturas por los lugares y vivencias acaecidas durante su estancia como becario en la Academia de España en Roma.
Sin embargo, su objetivo inicial no era exactamente el mismo que resultó tras disfrutar su residencia. Las ideas preconcebidas de un lugar o lo que imaginamos sobre potenciales acontecimientos de manera idealizada, no se corresponden normalmente con lo que sucede finalmente. No quiere decir esto que la realidad no iguale o supere las expectativas creadas, sino más bien que nos asalta con cuestiones imprevistas, provocando nuevos estados mentales que nos hacen reformular el plan inicial. Reconoce el artista que entiende ahora que el resultado principal de su proyecto en Roma no ha sido solamente el estudio del paisaje y la pintura, sino el tiempo necesario para salir de unas técnicas y modos de trabajar ya conocidos para poder llegar a algo más.
Pero lo que está claro es que si hay algo fundamental en su trabajo es el paisaje.
Si en obras anteriores parecía mirar hacia un paisaje más amplio (el cosmos o la Antártida, con referentes como Yuri Gagarin o Ernest Shackleton), ahora baja la mirada, dirigiéndola hacia uno más cercano y concreto: el de la propia pintura y deja a un lado las referencias de históricos exploradores para convertirse él mismo en uno de ellos. Así, durante su estancia en Roma, su método de trabajo –no premeditado- se basó en tres acciones: caminar, explorar, descubrir. Y es precisamente en esa búsqueda, durante el proceso, donde surge el descubrimiento. Como dice Thoreau, un escritor que Miguel ha mencionado en más de una ocasión, en Caminar: “… tienes que andar como un camello, del que se dice es el único animal que rumia mientras marcha”.
Sus paseos por la ciudad, su observación de la arquitectura y colores propios de barrios como Testaccio o Garbatella, más tarde el río Tevere, los viajes a Pompeya, Calcata y Viterbo y finalmente Florencia, constituyen el recorrido por los lugares que le han aportado las influencias y estímulos posteriormente trasladados a sus últimos trabajos, importando todo ese imaginario clásico a la contemporaneidad.
Escribe Robert Walser en El paseo que pasea él tan a gusto como escribe. Igualmente Miguel Marina pasea tan a gusto como pinta pero al contrario que el escritor, que consideraba imprescindible este paseo para poder escribir: “Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, quedaría aniquilada”, a Miguel le asalta la duda de si ese vagabundeo no será excesivo y le estará robando un tiempo precioso de trabajo en el estudio. Sin embargo, no hay duda -su obra así lo demuestra-, de que ha sabido encontrar un perfecto equilibrio.
Podría decirse que Miguel Marina es un explorador de la pintura entendida esta como un paisaje de sí mismo. Observador atento, desliza su mirada por las superficies fijándose en los detalles aparentemente mínimos, que traduce al lenguaje pictórico como huella de lo observado, trasladándonos a un paisaje acaso mental. En sus pinturas consigue una increíble sensación de profundidad con infinidad de texturas que recuerdan en ocasiones a esas múltiples capas que parece contener el mármol, rememora esquemas y tonalidades de antiguos mosaicos y frescos, y capta la luz y su incidencia sobre los colores que le atraen: verdes, tierras, ocres… una gama cromática que además nos ofrece un plus de información sobre la estación en la que las llevó a cabo. Con una pincelada recta que acaricia el finísimo papel que utiliza como soporte principal, crea una capa de óleo muy diluido con trementina –o múltiples capas- sin apenas grosor. Como él mismo explica, le interesa la piel de la pintura.
El resultado es una pintura tan extremadamente delicada y sutil que parece amenazar con resquebrajarse en cualquier momento ante nuestra asombrada mirada.
En esta ocasión Miguel Marina nos invita a acompañarle a Arcetri, un lugar de Florencia al que llegó por casualidad. El muro decorado con esgrafiado que recorre la Vía San Leonardo se aparece ante él como un resumen de sus inquietudes formales: la necesidad de atender a la periferia, a los márgenes, para regresar al centro, a la pintura, como si de un cuaderno de bitácora a punto de finalizarse se tratara.
Asimismo otros lugares visitados por el artista en este viaje a Florencia -una de sus últimas excursiones de la aventura italiana-, dan nombre a las piezas que conforman esta exposición, como el edificio renacentista del museo de San Marco, que acoge entre otros los maravillosos frescos de Fra Angelico o la Basílica de San Miniato al Monte. También incluye una pieza escultórica que muestra su experimentación durante este período con nuevas formas de trabajar en torno a la pintura y el dibujo a través del volumen, una extensión de su aproximación formal sobre el paisaje, en diálogo con lo pictórico.
Arcetri supone un epílogo de todas las preocupaciones y motivaciones más significativas para Miguel Marina durante el último año. Un punto y aparte que cierra una etapa para poder continuar el camino.